jueves, 1 de marzo de 2012

El reencuentro

La tarde pasaba y no
pasaba nada. Tirada en el sofá mirando al techo, y sus pensamientos llenos de
su presencia. Mirando un teléfono que no sonaba. Preguntándose que había pasado.
Preguntándose el por qué de su ausencia. Sus palabras estaban grabadas en su mente. Podía
repetirlas una a una sin fallar ninguna. No entendía ese cambio de opinión en una
semana. Solo hacía unos días la deseaba, como un animal en celo. Le aseguraba sus ganas de tenerla, poseerla,
comerla, saborearla. Y ahora silencio. Silencio. Silencio. Silencio.
Sus pensamientos
llenaban la habitación. Sólo anhelaba que se hicieran realidad. Poder sentir su
olor, sentir su piel, sus labios en sus labios. Sólo, sentirse mujer.
Siguió desbaratando cualquier opción lógica hasta que el
sueño la venció. Cuando despertó era ya de madrugada y todo seguía igual. Se
fue a su cama, que tanto anhelaba tener su presencia.
A la mañana, se despertó con él rondando de nuevo en su
cabeza. Estaba harta, harta de esperar. Se levantó y como alguien robotizado,
se preparó el desayuno, buscó la maleta y la hizo meticulosamente, como si su
preparación ya estuviese diseñada desde hacía mucho tiempo.
Casi media sonámbula se metió en al ducha. El agua cayendo en
su cuerpo desnudo encendía el deseo de tenerle detrás, sintiendo su respiración
acelerada, besándole el cuello, recorriendo con sus manos sus pechos, haciéndola
gozar una y otra vez. Cerró el grifo y se esfumó su ensimismamiento. Se secó
como si de un ritual se tratase. Cada poro de su piel estaba ya encendido y en
está ocasión no esperaría a que otro lo apagase. Se vistió, agarró la maleta y salió por la
puerta.
Ya en el coche y con un cigarrillo en la mano, empezó a ser
consciente de lo que iba a hacer. Una locura. Una locura en mayúsculas. Tenía
que o abrir o cerrar la puerta de una vez. Estaba harta de tener la duda. Duda
que nadie disipaba y la carcomía por dentro. Era el ahora o nunca, pues sería
el ahora. Se lanzaba a la aventura.
La verdad es que
tampoco quería conducir en aquel estado de excitación mental. Eran muchos
kilómetros y mucha carretera por delante. Lo pensó mejor. Se dirigió a la
estación aparcó el coche y sin mucha prisa miro el tablón. Sabía su destino,
solo faltaba la suficiente valentía para subirse al tren.
Con el billete en la mano, se debatía en lo racional y lo
pasional de aquello. No debía o si quería. Un dialogo unidireccional que
siempre acababa en lo que sus sentimientos no querían callar. Finalmente
silenciados por la megafonía que anunciaban su salida.
Allí estaba, dispuesta a hacer un viaje nada desconocido,
que tantas veces había recorrido aunque no para encontrarse con él. Tenía por delante muchas horas. Horas para
pensar, para leer, para dormir, para soñar, para agobiarse, para reflexionar,
para arrepentirse, para nada… no había vuelta atrás, aun no estaba tan loca
como para apearse en cualquier sitio, iría hasta la ultima parada.
Se acomodó en su asiento, respiró hondo. Como si aquella
respiración profunda le diera la serenidad para afrontar el viaje. Miró por la ventana y se dejo llevar al ritmo
de tracateo del tren por lo railes.
No sabía muy bien que
hacer al llegar a destino. Llamarle antes era una buena opción. Avisar de sus
intenciones tampoco estaba mal. Pero el miedo al rechazo era mayor que la
cordura. Finalmente pensó que la mejor
idea era llegar al final del trayecto y allí ya decidir lo que hacer.
Según avanzaba el tren avanzaban sus ansias por llegar. Por
desvelar el misterio tan bien guardado. Necesitaba hablar, ser escuchada o ser
parte del olvido. Quería dejar de soñar y hacer realidad lo que su imaginación
había forjado a fuerza de impulsos recíprocos. No quería más ilusiones
fallidas. No más promesas falsas que incumplidas. A fin de cuentas buscaba respuestas.
El espejismo debía de tomar forma. Se habían visto, se
habían amado con pasión indescriptible. Se habían odiado. Se habían perdonado.
Eran amantes, amantes siempre en la distancia. Nunca había escuchado su voz, y
sin embargo sabía sus secretos más profundos. Nunca había tocado su piel pero
conocía cada centímetro de su cuerpo. Nunca sintiera su aliento aunque su
respiración encendiera su deseo.
Aquello era una locura sin sentido. Una
apuesta a la jugada perdedora. Un querer sabiendo que era un no poder. Cuando
estaba a de arrepentirse se detuvo el tren. Estaba en la última
estación, había llegado a su destino.
Bajó temerosa. Sus
manos sudaban y su pensamiento estaba confuso.
Se sentó en un banco sin saber muy bien que hacer. El teléfono entre sus dedos era un juguete sin más.
Llegados a este punto no podía echarse atrás. Marcó su
numero tantas veces memorizado y sin usarlo jamás. Deseó que estuviese apagado
o que rechazara la llamada. No fue así. Una voz contestó. Era conocida,
familiar, como se la había imaginado. Un
hola y un que tal, fue el inicio de una conversación sin mucha complejidad,
cordial, llevadera. De repente se atrevió a decir:
¿Invitas a una caña?.
Claro¡¡ -contestó- cuando?.
Ahora
¿Dónde estas?
En la estación
No escuchó nada más, el teléfono se cortó y se quedó mirándolo suplicando una respuesta de lo que acaba de pasar.
Aturdida era poco para su estado. Descolocada también. No tenía capacidad para
entender lo ocurrido.
Se sentó de nuevo. Y allí
estuvo, sin llevar cuanta del tiempo. Simplemente una brisa en su pelo la
devolvió a la realidad. Se giró y allí estaba él. La observaba y una sonrisa
dibujada en sus labios completaba la imagen. Miradas que se cruzan diciendo tanto sin
decir. Manos que se buscan y se encuentran, bocas que se comen y labios que no
se quieren separar.
Ese roce inicial fue
el comienzo del éxtasis de dos amantes que se acababan de rencontrar, después
de amarse en la distancia sin atreverse a recorrer el espacio material que
separaba una pasión que no se podía controlar ni se quería evitar.

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