Sentada en la cafetería, veía a través del cristal. Era agua
fina que poco a poco iba cambiando el color de la piedra seca. La teñía de
color oscuro, brillante.
Con las primeras gotas la gente pasaba impasible. En cuanto
empezó a ser contante se resguardaban
debajo de los soportales. Otros corrían desafiando al acierto de las gotas en
su cuerpo. Y algunos ponían las bolsas y carpetas sobre sus cabezas como si así
la lluvia les fuese a resbalar.
Me quedé presa de la lluvia, presa de su magnetismo, que
poco a poco me llamaba, me arrastraba hacia ella.
No sé que me impulsó a ello, pero me fui levantando de la
silla y me dirigí hacia fuera.
La lluvia caía. Empezó a mojarme. Estaba fría. En segundos
dejó de importarme y el agua empezó a penetrarme.
Levanté la mirada, sentía cada gota rozando mi rostro. Pasé
las manos por la cara como si la secase para sentirla de nuevo.
Empecé a girar como un tiovivo. Me sentía feliz, felicidad
que se reflejaba toda en mi.
No sé si alguien me miraba, si alguien se fijaba en mi poco
apropiado proceder, pero no me importaba. No recuerdo el tiempo que estuve
dejando que la lluvia me mojase, que borrara cualquier resto de mal rollo de
ese día.
Empapada, calada estaba, pero la sensación de libertad, de tranquilidad que sentí jamás la
he vuelto a experimentar.
Y qué es la lluvia sino diminutas gotas de cielo que se posan en la piel hasta formar el pequeño río que, discurriendo cuerpo abajo, arrastra consigo, tal vez, las también diminutas motas de melancolía para devolverlas al cielo...
ResponderEliminarY si llueve de nuevo?? A volver bajo la lluvia, sin importar quien mire. :-)