Sienta
bien estar de nuevo en casa. Fue lo primero que pensé al despertarme. Al llevar tanto tiempo fuera y volver a tu cuarto
de la infancia es extraño. Parecía de otra persona, pero guardaba la esencia de
la inocencia dejada atrás.
Visitas
a familiares, a amigos y lugares. Toda una felicidad para el cuerpo y el alma.
La sencillez de mi lugar de nacimiento era lo que necesitaba para rencontrarme.
Pero algo perturbó aquella calma. Mi
padre, como siempre, a la hora de comer conectó el televisor. Esa
costumbre no había cambiado. Ver las
noticias al mediodía era y seguía siendo sagrado en casa, como un complemento
más de la reunión familiar.
Yo
desconectaba, pues pensaba que era más de lo mismo. Sin percatarme me vi
prestando atención al presentador uniformado. Otra catástrofe en nuestra
tierra. Un petrolero estaba encallado en la costa. Otra vez no, no podía ser.
Pues si, la historia parecía repetirse.
En principio no suponía riesgo de fuga de fuel, pero esas cosas nunca se
saben.
Los
políticos de turno haciendo declaraciones para llamar a la tranquilidad.
Ecologistas por el contrario, advertían de lo peligroso que se podía volver si
no se actuaba a tiempo y sin demora. La marea podría llevar el fuel a la costa,
si llegase a producirse algún escape, y
sería fatal.
No podía pensar lo que ocurriría si los malos
presagios se hacían realidad. Enseguida cambiaron a otros temas, pero mi cabeza
no dejo de mandarme mensajes de preocupación.
En
los días posteriores decidí retomar viejas amistades. Así que las horas
transcurrían entre cafés, cañas y de paso buscar algún empleo u ocupación. Pero
las noticias sobre el carguero no pararon de aparecer en los medios, siendo
cada vez más frecuentes y preocupantes.
El crudo estaba vertido en el mar y se acercaba a la costa. Las imágenes
eran espectaculares y la tragedia aún mayor.
No
paraba de decirme a mi mismo que tenía que hacer algo, no quería quedarme de
brazos cruzados. Esa idea me rondaba en la cabeza. No podía dejar de darle vueltas. Era un run run constante.
Era como un torbellino de pensamientos hasta que las imágenes de gente
acercándose a la playa para limpiar aquella masa negra que lo empezaba a cubrir
todo, me impactó.
De
nuevo el televisor amenizó la comida,
mas bien la avinagraba. Las noticias ya eran monotemáticas. Un rayo de
esperanza se vislumbraba entre tanta negrura, gente limpiando las playas, con
palas, cubos… cualquier cosa valía para esa personas solidarias. En silencio
mirábamos y callábamos. Eran de esos
momentos que las palabras solo estorbaban.
Algo
en mi interior se revolvía, como si quisiera salir. De repente un grito surgió
de mi garganta:
-Me
voy allí.
Mi
padre me miró con cara de extrañado y sorprendido por lo imperativo de mis
palabras.
-¿Te
vas a donde?
Por
un segundo, mi mente se bloqueó y un nudo en la garganta casi ni me dejaba
hablar. Finalmente musite:
-Allá
me voy- señalando el televisor.
-¿Pero
que se te perdió a ti allí?- indagó mi padre mirándome.
No
supe que contestar. Me callé, me senté y seguí comiendo.
Al
día siguiente, me levanté temprano. Preparé una mochila con lo básico y me
despedí por unos días. Nadie hizo preguntas, estaban acostumbrados a mis
ausencias. Aunque era extraño, acaba de llegar y me volvía a marchar.
Me
encaminé hacia la estación, con caminar tranquilo pero mis pasos eran firmes y
temerosos a la vez. Al llegar allí había
muchos jóvenes, mayores… la mayoría con mochilas. Sospeché que llevarían el
mismo destino que yo. Eso me hizo reflexionar que la juventud no estaba tan
perdida como nos querían hacer creer.
Llegó
el tren, y la estación se fue vaciando, quedando desierta. Me acomode en un
asiento y mirando por la ventanilla se inició el trayecto. Los arboles, las montañas, lo verde de nuestra
tierra, tan llena de vida. El azul de
nuestras aguas, la arena de nuestras playas, la grandeza de nuestro mar ahora
dañado. Con esos pensamientos iban pasando las horas, haciendo el viaje corto.
Cuando
se detuvo el tren, empezaron a apearse los pasajeros. No uno, ni dos, ni
tres…sino una marabunta de personas. Y como si de una procesión se tratase nos
dirigimos por las calles del pueblo desierto. Alguna señora en la puerta de una
casa nos miraba entre curiosidad y satisfacción.
Según
nos acercábamos a la playa, la gente se iba parando con la mirada perdida
fijada en aquella impactante imagen. Era un manto negro salpicado de bultos
blancos que se iban tiñendo de negro por el fuel.
Repartían
los monos, los guantes, las mascarillas, los cubos, las palas, todo en la
entrada de la playa. Ni los vi. Mis ojos estaban clavados en aquella imagen
distorsionada e infernal pintada con un rayo de esperanza. Mientras me
acercaba, la masa pegajosa lo impregnaba todo. Había toneladas y toneladas de
mierda. Si era una mierda todo aquello, mierda era lo que había destruido la
vida de tanta gente. El desastre,
naturaleza muerta que casi no se podía apreciar. La otra mierda era incompetencia de los políticos, mierda mierda
y más mierda.
Lo
peor vino después. Me sobresalté al ver mover aquella asquerosa mancha negra,
como si tuviera vida. Entre miedo y
curiosidad me acerqué. Mi sorpresa fue mayúscula al ver una gaviota moribunda,
intentando aletear para salir airosa de la prisión que sin buscarlo estaba sometida. Intente
salvarla, pero su sentencia ya estaba dictada.
Pase
semanas limpiando aquello. Buenas amistades, grandes historias y cambios en la
forma de pensar, todo eso ocurrió. Mi cuerpo seguía siendo el mismo, pero
muchas cosas se transformaron dentro de mí. Fue una gran experiencia.
Ahora
tiempo más tarde, y mirado desde la lejanía, no he conseguido eliminar aquella imagen
de mi retina, ni de mi recuerdo. Hoy, en
la distancia, parece todo volver a la normalidad. Ya nadie habla lo recuerda,
de la catástrofe que fue aquello. Pero en mi mente sigue anclada aquella gaviota como metáfora de
todo lo que fue.
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